sábado

En algún momento las llamas consumieron todo lo posible y ella corrió, alejándose del desierto. Olía a humo y probablemente estaba cubierta de cenizas.
Lo primero que hizo fue buscar oídos y dejar salir todo lo que sentía, cuidadosamente disfrazado de enojo e indiferencia. El dolor por el paisaje perdido representaba un vacío en su pecho que, lógicamente, no quería reconocer.

Pasaron horas y se fue acercando gente. Ella les invitaba a conocer el espacio, y al verse cómodos, ellos empezaron a establecerse y construir.

Él observaba desde la distancia, lágrimas invisibles recorriendo sus mejillas.

Ciega, ella pensó que no le dolía. Después de todo, él había ocasionado el incendio, y la desaparición de los pastizales blancos era consecuencia no más que del fuego.

Cuando lo vio, ajeno, se acercó a su oído. -¿Estás bien?

Él se levantó y, de espaldas a ella, empezó a caminar.

-¿Qué? -insistió. Siempre insistía. Siempre (por de más) curiosa.

Se detuvo sin volver la vista. Su voz no fue de dolor, sólo distante, aturdida. -Tenía la esperanza de que volvieran a crecer.

Con el vacío en sus ojos sintió el nudo en la garganta. Y ahí gritó basta. Pidió a los demás que se fueran, que dejaran de construir cimientos para sus casas, que se alejaran del paisaje.

Al momento de volver, muchas partes de la tierra estaban cubiertas por piedras y demás elementos artificiales que interrumpían la vida. Habían argumentado en que era un espacio muy útil para construir, que era una tierra no tan fértil, que si en algun momento volvía a crecer algo, iba a ser débil. Y ella no quería pensar que en algún momento podría haberles dado la razón, por miedo a que fuera lo contrario. Era más fácil creer que dejarlo así.. más fácil dejarse guiar por su miedo, no insistir, no creer, no confiar, no querer, no nada.

Él permaneció en silencio. Todavía sostenía su mano, pero algo se había apagado. Entonces la mujer supo que lo que en realidad temía era no volver a ver el brillo en sus ojos que en algún momento había conocido. No se consideraba merecedora de ese brillo. Menos aún, si al primer hecho inesperado iba a condenar al paisaje a permanecer así, constante.

Se acercó al suelo y levantó una de las piedras. La sostuvo en la mano un rato, y la guardó en su mochila.

-Quiero que el paisaje vuelva a crecer, amor. Aunque no sea idéntico. Y precisamente, porque no va a ser idéntico. Pero vas a estar vos, y voy a estar yo, y vamos a ser vos y yo.

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