jueves

Voy a escribirte una historia que te queda grande, y quizás después ya no te escriba más historias.

Soñé que me soñabas, que me esperabas al final de aquel puente y cuando veías mi cuerpo acercándose desde mi isla te acercabas hasta tu mitad. Habíamos armado un puente juntos, habíamos decidido acercarnos por aparente voluntad de ambos, porque los lados de nuestras islas eran tan parecidos que nos hacía sentir amigos, sentir hermanos, sentir humanos, sentir amados.

Un día me desperté y ahí estaba el puente. Ahí estabas vos, parado, vestido con la misma ropa que llevabas en mi sueño. Pero no estabas en la mitad del puente. Estabas aterrado como un niño, al borde de tu isla. Temías que esas maderas que habíamos juntado para armar el puente no fueran suficientes, no alcanzaran para sostener tu peso y el mío, y no querías subir. Llorabas y cuando yo llegué a mi mitad, y te llamé, tus palabras se confundieron con sollozos.

Pobre, pensé. Los dos estabamos al tanto de la construcción de puentes como hábiles arquitectos -al menos para lo que llevábamos de práctica- y seguramente varios de tus puentes anteriores habrían fallado. A mi también me habían fallado varios de mis puentes. Todavía tenía golpes de las caídas anteriores. Volví a llamarte desde mi lugar, pero seguías abrazándote y escondiendo la cabeza entre tus piernas, hasta que poco a poco y sin dejar de llorar, te acercaste.

Te vi gigante al principio. No podía asociar la imagen de tu figura caminando hacia mí con la del niño llorando aterrado. Y cuando llegaste hasta la mitad del puente nos besamos. Fue el momento más feliz de mi vida, quizás por eso duele tanto mirado desde acá.

Tus labios eran la dulzura más tierna, me susurrabas palabras al oído con la voz más hermosa del mundo mientras tejías tu puente y mi puente, mientras construíamos esto que era sólo nuestro. Bajaste a mi isla muchas veces y te enseñé todos los escondites, todos los que vos no descubriste por tu propia cuenta. Me llevaste a recorrer tu isla y entendí algunos laberintos, y por qué caminabas raro algunas veces.

A veces corrías adelante mío por tu isla, y a mi me costaba seguirte. Son distintos nuestros paisajes y no estoy acostumbrada a tus tierras. Un día corriste tan rápido que te perdí de vista. Primero pensé que te habías caído al agua. Cuando llegué a la orilla y pregunté por vos no contestaba nadie y lloré. Lloré porque pensé que por no correr tan rápido como vos, te había perdido. Entonces volví a mi isla, a veces me acordaba cómo volver sola. Y volví a encontrarme con mis ríos, mis abedules, mi arcoiris.

Volvía seguido hasta nuestro puente y te llamaba, cuando llegaba hasta la mitad. Habíamos acordado implícitamente no cruzar a la isla del otro sin estar de la mano del otro. Pero después de muchos días de sólo escuchar tu canto a lo lejos, decidí cruzar el puente. Detrás mío iban rompiéndose las maderas y las sogas que tanto tiempo nos había tomado atar.

Recorrí con cuidado entre tus montañas, tus habitaciones y tus pastizales blancos que brillan con el reflejo del sol, y escuché tu voz en algún momento. Me acerqué despacio hasta la otra orilla, opuesta a la que daba con nuestro puente. Había ahí otra isla, otras múltiples islas pequeñas, niñas que alzaban sus brazos puentes hacia vos, que hacían de sostén a tus maderas marchitas que se resquebrajaban bajo tus pasos.

Estás viejo para estas cosas... pensaba yo. Me alejé con cuidado de no molestar más en tu isla. Tus sauces me acompañaban la tristeza, y crucé por última vez el puente que habíamos construido, sabiendo que pronto vendria a buscar las maderas para armar una balsa.

No hay comentarios:

Publicar un comentario