domingo

Ni faltaba tinta, ni faltaba tiempo. Las pilas de hojas seguían intactas: a su derecha las hojas en blanco; a la izquierda hablaban sobre la vida, sobre amores, sobre lágrimas, hablaban sobre las palabras mismas. Ideas había de sobra... todas terminaban en estado similar al de sus heridas, y después nadie venía por ellas, nadie se hacía cargo de salvarles la vida o enterrar sus cadáveres. Entre las ideas descansaba la autora. No dormía, no podía dormir. Sus manos, quietas, se apoyaban en la lapicera y en la hoja número ciento ochenta y cuatro con el mismo título que la ciento ochenta y tres: "El Mudo". Las cuatro hojas anteriores eran bollos en el suelo con títulos similares, y lo único que interrumpía la respiración de la joven era el quejido de alguna de estas ideas descartadas que gritaba desde abajo. La música ya no era suficiente tampoco -se había llevado las pocas pinceladas que le quedaban sin probar, y ahora quería seguir quitándole vida sin darle nada a cambio, ni inspiración. Ella se concentró en escuchar sus latidos, pero el recuerdo que traían calló a las intrépidas dos o tres palabras que se le acercaron a la boca, y de la boca a la mano. Buscó en el recuerdo, pero lo encontró en las hojas que ya estaban escritas.
Entonces se dejó vaciar de todo aquello que pudiera ser dicho, y se quedó con uno... o más bien, parte de una de las sensaciones que la atormentaba, que la envolvía, que la llenaba de lágrimas y de luz. Casi no podía verlo. El todo se presentaba imperceptible a la vista, y sin embargo conociendo su existencia podía vérselo con claridad. No había un solo sonido excepto por los latidos propios... y ajenos, de alguien que latía a no mucha distancia. Se encontró indefensa ante abismal peligro, que no sólo había pasado desapercibido, sino que habitaba dentro de ella y al cual ella le había abierto la puerta. En su silencio y oscuridad, aislada de todas las demás sensaciones y todos los demás estímulos se dejó guiar por el Extraño. Éste la condujo a través de pasillos complejísimos y perfectamente simétricos... así, durante horas, durante minutos en los que el tiempo no se hacía sentir y ella creía cada vez más que todavía no habían partido. Miraba a ambos lados: era todo lo mismo y a la vez no había una sola repetición. La rodeaba la sensación indescriptible, la mezcla de peligro y ternura, la paz de la tormenta y los truenos de la calma. Quería llenarse de él, quería que no se fuera nunca... pero a la vez, -y siempre 'a la vez', porque el Extraño no dejaba de tener contradicciones que la fascinaban- quería ser capaz de inmovilizarlo en el suelo, mirar en sus ojos y empezar a decir, y que él le hablara y le dijera, en lugar de adormecerla con su silencio de todopoderoso. Quería que volvieran las otras sensaciones, esas sensaciones fáciles de las que podía decir lo que quisiera, fuera cierto o no, y que con sólo repetir las palabras de su descripción volvieran a ella. Pero si volvían todas esas otras, entonces el Extraño iba a volver a pasar desapercibido, a hacerse transparente como lo había sido siempre y confundir su silencio con el silencio de fondo, como lo había estado haciendo, como a ella le molestaba y la enamoraba; como si él fuera poco, y aún así llenando cada segundo con su omnipotencia.
Ella siempre supo cómo manejar las cosas: en cuanto el miedo la invadía, escribía sobre el miedo y aquel que hubiera sido su detonante. Cuando lloraba alegría escribía sobre las cosas bellas, cuando se desarmaba en lágrimas escribía sobre el dolor. Pero el Extraño la llenaba de todas esas cosas, y a la vez no se parecía a ninguna. En su perfecto patrón de curvas, rectas y dimensiones inexistentes él la llevaba por rincones asimétricos, le mostraba sinsentidos, y escenarios conocidos con los cuales ella aún se sorprendía.
Llegó el segundo en que el Extraño se detuvo y dio media vuelta, adivinando que ella tenía mucho que preguntar. Con ojos inquisidores se la quedó mirando... y sin embargo esos mismos ojos no pedían nada, nada más contemplaban a la joven que, descolocada, esperó.
Después de lo que pareció un instante y podrían haber sido treinta días, ella quebró el silencio y le preguntó por su origen.
Reanudando la marcha la dirigió hasta el centro del laberinto, donde llovían pétalos de alguna flor desconocida para su mundo. Sintió una punzada en el pecho, un dolor bellísimo. Sabiéndose intrusa, volvió a preguntar. Cada vez que abría los labios sentía que era incorrecto, imprudente romper tal perfección, tal balance entre la paz y la tensión, con una palabra.
Esta vez el Extraño no se movió lejos. Simplemente caminó unos metros hasta donde ella estaba y estiró una mano blanca, transparente. El roce con su mejilla le quemaba, al contrario del frío que ella le hubiera atribuido a tal exactitud. Ice stays unchanged.
Por primera vez se separaron los labios de ese único punto latiendo que quedaba dentro de sí. Los ojos de la joven descendieron hasta donde esperaba encontrar las palabras, aquellas que había estado buscando con tantas ansias, aquello único que le faltaba en la silenciosa habitación de la que provenía. Porque si no tenía palabras, ¿con qué iba a rellenar las hojas? Si no tenía palabras, ¿cómo recordar sus sonrisas, su llanto? ¿Cómo volver a ese paraíso, cómo volver a dejarse llevar por tal belleza y contradictoria perfección, cómo encontrar de nuevo la desesperación y el tiempo exactos, si no tenía palabras para guardarlos?
Sintió otra punzada en su pecho, esta vez aún más fuerte. Sintió un par de labios recorriendo su cuerpo, el aire húmedo acariciando su piel. Cerró los ojos para poder soportarlo... la invadía, se sentía tan ínfima y a la vez tan dichosa. Sus párpados se despegaron al tiempo en que el sonido se formó en los labios del Extraño. Él parpadeó muy despacio, y las comisuras de sus labios se curvaron en una sonrisa.
-Shhh.




Las palabras nunca llegaron. Ella, descolocada, sentía como su respiración iba en aumento y los latidos se hacían cada vez más rápidos. Volvía a estar en su habitación, había salido del laberinto y no había podido escuchar la voz del Extraño. El lápiz aún descansaba en su mano derecha, y bajo la izquierda se encontraba la hoja en blanco.
Bajó la vista y se concentró en donde había sentido las punzadas. Vestigios del dolor seguían ahí.
Podía sentir sus propios latidos golpeándola, y se imaginaba recorriendo el laberinto interminable, en el cual todas las puertas conducían a la salida, pero la voluntad nunca terminaba de decidir si quedarse o escapar.
Había dejado mucho de sí ahí dentro, y no se había traido nada. Ni siquiera palabras.
Entendía que quizás nunca había habido palabras.

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