Nunca entenderé la actitud de los hombres frente a nosotros, los objetos. Proceden como si creyeran que la circunstancia de habernos dado vida les autoriza a tratarnos como a esclavos mudos. Jamás nos escuchan. Supongo que lo hacen por vanidad, por estúpido prejuicio de clase, pues consideran que un hombre es demasiada cosa para detenerse a departir con una alacena, o con una jofaina, o con un tintero. Eso menoscabaría su dignidad. ¡Qué tontos! No se dan cuenta de que quienes más aprovecharían del diálogo serían ellos, pues la condición de testigos inmóviles, sin cesar vigilantes, enriquece nuestra experiencia con garantías valiosas. Desde esa posición prescindente, que es un signo de flaqueza, los hombres se aíslan del mundo inmediato y se privan de las mejores amistades. Han decidido quedarse solos y que nosotros quedemos solos entre ellos. Es incomprensible. Y no hay manera de hacerles entrar en razón. Fingen continuamente no captar nuestros mensajes. O quizás la costra de orgullo empecinado haya endurecido su sensibilidad en tal forma, que ya no los captan.
Lo compruebo día a día. Una puerta se esfuerza por transmitir a su amo cualquier idea: la idea de que no debe entrar en una sala, por ejemplo. Llama para ello su atención girando con leve chirrido, y el muy testarudo prefiere atribuir ese movimiento a una corriente de aire, y se mete en el cuarto con las desagradables consecuencias que ello implicaba. Parece imposible que el hombre sostenga con sinceridad que la tierra está poblada de corrientes de aire y que ellas son las únicas responsables de cuanto acontece en torno suyo.
Y ¡qué decir de los nocturnos crujidos de los muebles!, ¡qué decir del tableteo fugaz de las persianas; del rezongo de las chimeneas; del gemido de los viejos escalones; de la vocecita de la pluma sobre el papel, que va murmurando: “¡no escribas eso, no escribas eso!”. ¡Qué decir de esa cortina trémula que de repente se echa a volar aleteando como un fantasma! Nada: todo son corrientes de aire, o ratas, o que si el calor produce esto y el frío produce aquello. Los hombres viven inventando leyes y coartadas para explicar lo más sencillo, lo que no ha menester de números ni de axiomas: que estamos aquí, a su lado, que somos sus amigos, que ansiamos comunicarnos con ellos. Me acuerdo que una mañana, en Buenos Aires, en la fonda de doña Estefanía, era tan fuerte mi parloteo que la tabernera empezó a correr por el cuarto, azotando las sillas con un plumero y gritando que una avispa zumbona andaba por ahí. Lo curioso es que cuando un hombre, más cuerdo que los demás, se rinde por fin a la evidencia de nuestra cordialidad y acude a nosotros fraternalmente, le enclaustran por loco.
Memorias de Pablo y Virginia - Manuel Mujica Lainez
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